Su desagradable frase de menosprecio a mi dedicación y preocupación, en la que sin decírmelo abiertamiente, me avisó de que "sus asuntos eran suyos" y no mios, provocó en mi interior el estallido de la frustración, dando rienda suelta a mi arrogancia y a mis instintos más primarios. Ese fue el justo pago a mi sacrificio y entrega hacia él.
Mi actitud y mi gesto me pasaron una cara factura en las semanas siguientes, culpabilizándome continuamente por la falta de respeto que yo había cometido, ante la imposibilidad de comprender cual era el resorte que me había hecho saltar. Pasaron muchos días hasta que conseguí volver a mirarlo a la cara, la verguenza me consumía y sus explicaciones posteriores, alimentaron astutamente mis remordimientos de consciencia.
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